Queridos hermanos: celebramos en este domingo la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Como decíamos el domingo pasado, estas solemnidades del tiempo ordinario nos ayudan en nuestro proceso de profundización en el amor de Dios, que se manifiesta en nosotros de muchas maneras. Después de contemplar el misterio de Dios Uno y Trino, en una eterna comunión de amor, contemplamos el misterio de la Presencial Real de Cristo en la Eucaristía en el Sacramento, expresión máxima para nosotros de la presencia amorosa de Dios en nuestra vida.
¿Pero tiene sentido celebrar esta solemnidad, cuando el Jueves Santo celebramos la institución de la Eucaristía? Es la pregunta que muchos suelen hacerse. Estos cuestionamientos se hacen más agudos cuando escuchamos de labios de sacerdotes concretos expresiones como la Eucaristía se hizo para comerse, no para adorarse. Y esta otra: Dios no está encerrado en una caja. Puede que estos cuestionamientos sean “lógicamente” válidos, pero aunque los cristianos no renunciamos a la posibilidad de razonar nuestra fe, sabemos que la fe y la piedad –que es un don del Espíritu Santo- van mucho más allá de la simple lógica construida de argumentos“razonables”. La fe es apertura esencial al Misterio que trasciende toda lógica, todo argumento y todo control racional.
¿Tiene sentido celebrar esta solemnidad? ¡Sí que lo tiene! Se trata de la celebración de la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía, presencia que no se agota en la celebración, sino que se prolonga más allá de ella. Es cierto que, como dice la Constitución Sacrosanctum Concilium, la presencia de Cristo en la celebración de la Eucaristía se manifiesta a través del ministro que la preside, de la Palabra que se proclama en ella, de la comunidad que celebra y, de manera especialísima, en las especies del pan y del vino consagrado.
Pero los seres humanos necesitamos signos, necesitamos expresiones sacramentales que nos unan más y más al Señor. Esta es la lógica de la encarnación del Hijo de Dios, expresada en el Prefacio de Navidad: Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible. La Presencia Real de Cristo en la Eucaristía es el
cumplimiento de la promesa de Jesús a la Iglesia: yo estaré con Ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Cristo en la Eucaristía es para nosotros no sólo el alimento que da la vida eterna, sino la constante presencia del amor de Dios entre nosotros a través de la dinámica sacramental de la Iglesia.
La Palabra proclamada en esta celebración nos sitúa frente a la prefiguración de la Eucaristía en el maná que alimentó al pueblo de Dios en su travesía por el desierto. Moisés le recuerda al pueblo que la cercanía amorosa de Dios se manifestó en este alimento gratuito, alimento por el que no tuvieron que pagar el precio de la libertad, a diferencia de los alimentos que recibían en Egipto, la casa de la esclavitud. San Pablo nos recuerda, en la segunda lectura, que la Eucaristía no se reduce simplemente a rito, sino que debe proyectarse en una vida en comunión en la comunidad cristiana. La unidad del Cuerpo de Cristo es impulso para lograr la unidad de la comunidad. San Juan, en el pasaje del Evangelio, pone en labios de Jesús esta expresión: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. La Eucaristía es, pues, la garantía de una comunión única y permanente con Cristo. No se puede vivir en plenitud la vida cristiana sin esta comunión eucarística con Cristo.
Como cristianos, pues, estamos llamados en este día a renovar nuestra fe en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía, presencia que, insisto, va más allá de la celebración para ser una presencia sacramental que nos alienta, nos conforta y nos fortalece en el camino de la vida. La vida del cristiano está llamada a ser una vida eucarística que tampoco se agota en la celebración y en la adoración de la Presencia Real, sino que se prolonga en la entrega de sí mismo a los demás. La Eucaristía es la renovación incesante de la entrega de Cristo en la Iglesia y, a través de ella, al mundo entero.
Los cristianos debemos sentirnos urgidos a vivir una vida entregada a los demás, al prójimo concreto y real de nuestra cotidianidad, expresado en el servicio gratuito y desinteresado, en la caridad y en la constante presencia, sobre todo allí donde existe soledad y abandono. Santa Teresa de Calcuta quiso que las misioneras de la caridad, antes de comenzar la jornada, dedicaran una hora a la adoración eucarística como motor que luego las impulsara a vivir una entrega desinteresada a los más pobres, a los olvidados de la historia hundidos en la soledad y en el abandono.
Por Fr. Ángel Villasmil, OP.
(original)