LLAMADOS A SER MÍSTICOS
Todos los santos y los místicos nos hablan de Dios Uno y Trino y del amor de Dios, y de su experiencia de la presencia existencial de Dios en su vida. Nos hablan de Jesucristo, Hijo de Dios, que es su maestro espiritual, su místico por excelencia y su amado. Nos hablan del Espíritu Santo, que habita -con el Padre y el Hijo- en la intimidad de su alma y dona la gracia divina y sus Dones. Nos hablan afectiva y efectivamente en sus escritos y sobre todo con el atractivo testimonio de sus vidas de amor, humildad, oración, desapego, la cruz, la alegría, y de la contemplación y la compasión.
Después de haber estudiado los clásicos de la espiritualidad cristiana, el teólogo John Cameron concluye: en ellos encontramos siete temas recurrentes, que son los siguientes: (1) fe en el amor de Dios; (2) la misericordia de Dios, el pecado y el estado del alma; (3) la ayuda de la Iglesia y la comunión de los santos; (4) la importancia de la oración y la lucha contra la aridez; (5) la dinámica del desapego y la santa indiferencia; (6) la cualidad redentora del sufrimiento, y (7) la devoción a la Virgen María.
Aunque a la vida mística se la ha asociado casi exclusivamente con fenómenos sobrenaturales extraordinarios, en realidad es simplemente una vida similar a una vida cristiana espiritual/moral, que se inicia con la presencia de la gracia divina (y la inhabitación de la Santa Trinidad) en el alma, y se desarrolla a través de la realización experiencial de esa presencia amorosa en una vida virtuosa. Como escribe H. C. Graef, “la vida mística no es otra cosa que la vida de gracia vivida en sus niveles más altos”. Para el Maestro Eckhart, el principio de una vida mística consiste en “la vivencia de la vida cristiana en toda su seriedad y cumplidora de los deberes morales establecidos”. Henry de Suso añade: la vida mística es “el camino para vivir la vida diaria en libertad y en abandono interior sereno, y hacer de los conflictos y desilusiones diarias una apertura a Dios”. Santa Teresa de Ávila comenta (en palabras de Juan Manuel de Prada): “alcanzar la perfección no consiste en obtener mercedes, ni en tener don de lenguas o espíritu de profecía, sino en conformar la voluntad propia con la de Dios, de tal modo que cualquier cosa que Él quiera la queramos nosotros también y alegremente la aceptemos, tanto si es sabrosa como si es amarga”.
Generalmente, los cristianos de a pie orillan en sus vidas a los místicos. Quizás les admiran y aplauden, pero no les imitan, ya que les consideran inalcanzables. Ciertamente, son alcanzables. Cuando leemos sus vidas y sus enseñanzas, nos convencemos de ello. Además, ellos mismos consideran los fenómenos extraordinarios de visiones, levitaciones, éxtasis como algo accidental. Un experto en la materia nos dice: “Si tuviéramos más familiaridad con los maestros de la espiritualidad cristiana entonces seria menos probable que jóvenes fueran detrás de algún gurú oriental para apagar o satisfacer su sed de lo espiritual” (Jacques Philippe).
Todos los creyentes en Dios son llamados a la santidad, esto es, a una vida mística, que es una ascendente unión amorosa con Cristo. Leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: “Dios nos llama a todos a esa unión intima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos” (CIC, 2014).
Por lo tanto, la vida mística significa sencillamente unión amorosa con Cristo, unión intima que se llama mística “porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos –‘los santos misterios’- y, en Él, en el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esa unión íntima con Él” (CIC, 2014). De aquí que para los discípulos de Jesús, santidad significa unión amorosa e íntima con Dios Padre a través de Jesucristo -Dios y hombre- y en el Espíritu Santo.
En el interior de toda persona se encuentra la búsqueda clara u oscura -misteriosa- de Dios, un anhelo de divinización. En las tres religiones abrahámicas, en particular, se da un deseo de llegar a ser uno-con-Dios, de experimentar a Dios en la vida cotidiana. Para los cristianos, eperimentar a Dios en Cristo implica necesariamente experimentar la presencia del prójimo, nuestro hermano o hermana. Santo Tomás de Aquino, teólogo y místico, nos dice que el amor al prójimo puede ser grado más alto de perfección que la misma contemplación: “Por lo tanto, la labor por la salvación de nuestro prójimo aun a expensas de la contemplación, y por el amor a Dios y al prójimo, parece ser una perfección más alta de caridad que agarrarse firmemente a la dulzura de la contemplación, de tal manera que no se quisiera sacrificarla ni siquiera por la salvación de otros”. El Papa Francisco cita al Doctor Angélico: Las obras más nobles son las obras de misericordia, “aún más que los actos de adoración”; “la misericordia es el latido del corazón del Evangelio”, y amar al prójimo necesitado es la prioridad, “la característica distintiva” de todos los seguidores de Jesús, “el gran criterio” de santidad también hoy.”
Palabras complementarias del Papa Francisco que nos ayudan a reflexionar: La santidad “no es desmayarse en un rapto místico”, sino practicar el amor preferencial a los pobres. Este amor especial del prójimo necesitado no está -no puede estar- opuesto al amor de Dios en la oración y en la adoración. “No creo”, añade el Papa argentino, “en una santidad sin la oración”. Verdaderamente, “la primacía pertenece a nuestra relación con Dios, pero no podemos olvidar que el ultimo criterio que juzgará nuestra vida es lo que hemos hecho por los demás” (Gaudete et Exultate; cf. Mt 25, 40 y 45).
La vida espiritual/mística nos lleva progresivamente hacia una experiencia más profunda de Dios en nuestra vida, a experimentar a Dios Uno y Trino in nosotros mismos, en los demás, en los necesitados y pobres de la tierra, y también en la creación del buen Dios. Ciertamente, en nuestro tiempo la dimensión mística de la creación es sentida de modo singular: la naturaleza es nuestra casa común, que está permeada del poder y la belleza de Dios. Se dice de Santa Catalina de Siena (1347-1380) que su primer libro era el Breviario “después de las estrellas y de las flores” (Pérez de Urbél), y que experimentaba éxtasis contemplando una flor o una puesta del sol. Un místico de la naturaleza nos dice: “No encontraréis un libro mejor, que os ayude a conocer la sabiduría divina, que un paseo a través de un prado verde: ahí oleréis y gustareis la energía maravillosa de Dios”.
Permitidme concluir estas notas de peregrino con unos versos sublimes de San Juan de la Cruz en su asombroso Cántico Espiritual:
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con premura
y yéndolos mirando
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura.
(FGB)