Los apóstoles aceptaron, creyeron poco a poco en la resurrección de Cristo, esto es, en que Jesucristo resucitado era el mismo Cristo crucificado -ahora gloriosamente transfigurado-, el mismo Jesús de Nazaret. Antes de la Pascua, los discípulos de Jesús estaban escondidos, amedrentados y tristes. Después de la Pascua y Pentecostés, ellos vivieron y testimoniaron su fe en Cristo muerto y resucitado con gozo y gran valentía, y lo proclamaron, y sufrieron, y dieron su vida por su fe en Jesucristo: “Con gran energía daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús” (Hch 4:33). San Juan Crisóstomo afirma que ese cambio radical en los discípulos prueba la verdad de la resurrección de Cristo.
Hoy día en particular, a los cristianos su fe en el Resucitado les pide ser fuertes en nuestro mundo secular, que es en buena parte alérgico a Dios y permeado de miedo -a la pandemia, a las guerras, a una inflación galopante, y a la muerte. En este contexto, la virtud de la fortaleza se hace más necesaria y apremiante.
Fortaleza es “la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien” (Catecismo de la Iglesia Católica 1808). La fortaleza o el coraje significa “la capacidad de resistir el mal y atacarlo”. El acto más perfecto de fortaleza es el martirio, que consiste en resistir la muerte como testimonio de la verdad de la fe cristiana (Santo Tomás de Aquino).
La fortaleza es una virtud concreta, pero también una virtud general: la práctica de todas las virtudes requiere la ayuda de la virtud cardinal de la fortaleza. “Por do parece que sin esta virtud todas las otras están como atadas de pies y manos para no poderse ejercitar” (Luis de Granada).
Las virtudes son hábitos operativos buenos, o disposiciones firmes habituales en las facultades humanas hacia el bien. Están conectadas unas con otras. La fortaleza en particular está unida a las otras tres virtudes cardinales, esto es, a la prudencia, la justicia y la templanza. Está aún más profunda y directamente conectada con las virtudes de la paciencia (contra el vicio de la impaciencia), la perseverancia (contras el vicio de la inconstancia), y la magnanimidad (contra el vicio de la mediocridad, de la timidez).
Los enemigos de la fortaleza son los vicios a ella opuestos. Un vicio por defecto: el miedo o la cobardía: el que se deja llevar por el miedo empieza a sufrir antes de que le pasen las cosas (Juan Luis Lorda). Dos vicios por exceso: la indiferencia o impasibilidad e imprudencia o temeridad, que significa una excesiva e irrazonable valentía o coraje, causado por demasiada confianza, soberbia y estupidez. Indiferencia o impasibilidad: ausencia de un miedo razonable de las cosas que uno debe temer; ¡el miedo guarda la viña!
Todas las personas necesitan fortaleza para enfrentarse debidamente a los peligros y sufrimientos de la vida -incluyendo sobre todo la muerte personal-, que son parte de la vida terrena; y para además ser capaces de luchar valientemente por ideales y convicciones que merecen la pena. Mas aun: tener fortaleza nos ayudará a practicar la paciencia con aquellas personas que incordian con su agresividad, o hablan demasiado y no escuchan, o son demasiado críticos con otros caminantes.
La virtud de la fortaleza es necesaria también para la vida espiritual. En contexto cristiano, la fortaleza es virtuosa cuando, fundamentada en la fe, inspirada en la esperanza y vivificada por el amor, es capaz de echar fuera el miedo irracional, la cobardía y la imprudencia. En la vida, todos tenemos que luchar contra tentaciones internas y externas -de la carne, el mundo y el demonio. El diablo es el tentador por antonomasia: “Sed sobrios, estad alertas, porque vuestro enemigo, el demonio, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar; resistidle firmes en la fe” (1 Pe 5:8-9).
Los santos -y los místicos en particular- nos muestran en sus vidas y escritos la belleza cautivadora de un fin feliz, que solo se consigue -siempre con la gracia y el amor de Dios que nunca faltan- peregrinando progresivamente por el camino que lleva ese fin feliz que todos anhelamos. El camino peligroso hacia un fin feliz se hace más llevadero y hasta gozoso con la ayuda necesaria de la virtud de la fortaleza penetrada de caridad o amor. Los cristianos saben que la fortaleza infusa es perfeccionada por el correspondiente Don del Espíritu Santo y sus frutos de paciencia y perseverancia.
Además de los males internos y externos que nos atosigan, muchos cristianos se enfrentan hoy en la vida social con la violencia, el odio, la marginación, el ridículo público: con una pesada cruz. Y, por lo tanto, necesitamos ayuda: la ayuda siempre disponible de Dios, Uno y Trino: el poder misericordioso del Padre, el amor salvador de Cristo, y la gracia divina del Espíritu Santo; y a través de Cristo, la intercesión de su Madre María y de los santos.
Ponemos nuestra vida en las manos misericordiosas del buen Dios. Jesús dice a sus seguidores: “No tengáis miedo… Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28:10, 20). Los humanos admiran grandemente a los guerreros como héroes. Para los cristianos, el único héroe y modelo es Cristo muerto y resucitado. Y tras Él, los santos, en particular los mártires, que siguen dando su vida por su fe.
En el contexto de la virtud de la fortaleza, no debemos permitir que la amargura, o la ira invadan nuestros corazones, ni tampoco que el miedo paralice nuestra alma: “Aunque camine por lúgubres cañadas, ningún mal temeré, porque tú [Señor] vas conmigo; tu vara y tu bastón me defienden” (Sal 23:4); “el Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién temeré?” (Sal 27:1); El Señor es mi fortaleza y mi protección (Sal 118:14).
San Pablo nos presenta las armas que debemos usar en nuestra guerra espiritual: “Sed fuertes con el Señor y con su fuerza poderosa. Vístanse con la armadura de Dios para poder resistir los engaños del diablo… Cíñanse con el cinturón de la verdad, vistan la coraza de la justicia, calcen las sandalias del celo para propagar la buena noticia de la paz. Tengan siempre en la mano el escudo de la fe… Pónganse el casco de la salvación, y empuñen la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios… Oren en toda ocasión, animados por el Espíritu; permanezcan despiertos y oren” (Ef 6:10-11, 14-18). FGB