CONTRA LA SOBERBIA, HUMILDAD
--Fr. Fausto Gomez
Vivimos en un mundo competitivo y arrogante. Parece ser que para muchas naciones y personas lo que importa es ser mejor que los demás, ser el numero uno. Para muchos de nosotros, quizás, lo que cuenta es “yo”, “mi”, “mío”. En verdad, en nuestro mundo la soberbia reina.
¿Cómo podemos luchar contra la soberbia, que es el vicio humano número uno? Busquemos la repuesta en la vida y enseñanzas de Jesús, explicadas en la Sagrada Escritura y la Tradición Cristiana y testimoniada por María y los santos.
Propiamente hablando, la soberbia -pecado y vicio capital- significa el deseo desordenado de la propia excelencia, un hambre insaciable de gloria y grandeza personal. En el lado opuesto a la soberbia nos encontramos con la humildad, la virtud moral esencial que modera nuestros deseos desordenados de grandeza y excelencia personal, y que nos ayuda a conocer nuestra fragilidad humana y nuestra pobreza delante del buen Dios.
Todas las virtudes necesitan de la humildad, en particular el amor como caridad. La humildad por su parte -como todas las demás virtudes- necesita del amor, que da vida a todas ellas y las hace caminos de salvación. Así, ¡la humildad veteada de caridad es incomparable! “Delante de la Sabiduría infinita créanme que vale más un poco de estudio de humildad y un acto de ella, que toda la ciencia del mundo” (Santa Teres de Ávila, Vida); “Todas las visiones, revelaciones y sentimientos del cielo… no valen tanto como el menor acto de humildad” (San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo). “La humildad es la corona de todas las virtudes, y es necesaria, si queremos agradar a Dios; la soberbia lo estropea todo” (Carlos de Foucauld.
Los autores de teología espiritual nos hablan de dos fuentes -conectadas entre si- de la humildad. La primera fuente es la humildad que procede de nuestra propia experiencia humana: de nuestra fragilidad, nuestras limitaciones y sufrimientos; de nuestras debilidades. La segunda fuente de humildad es la humildad que nos llega de la mano de nuestra experiencia de Dios: de aquel que es infinitamente poderoso y poderosamente misericordioso; de quien nos da sin merecerlo su divina gracia y amor divino, y así hacernos sus hijos e hijas. Alentadoras palabras del sabio: “El Señor trata con bondad a los humildes” (Prov 3:34).
La mejor manera de luchar contra la soberbia es la práctica de la humildad, es decir, ser humilde. San Agustín se pregunta a sí mismo: “¿Qué significa ser humilde?” Y se contesta: “No alabarse a sí mismo; quien quiere alabarse a sí mismo es soberbio; quien no es soberbio es humilde”.
Todos sabemos que existe la soberbia, y sabemos además que también se da la humildad soberbia de aquellos que se creen humildes: “La verdadera humildad no hace un show de sí misma y escasamente habla de un modo humilde. No solo quiere esconder todas las otras virtudes, sino que sobre todo quiere esconderse a si misma” (San Francisco de Sales, Introducción a la Vida Devota). Por tanto, “la primera etapa de la humildad es reconocer que no la tenemos” (Jacques Philippe, Meditación sobre las Bienaventuranzas).
Sé humilde, nos repite la Sagrada Escritura frecuentemente: “Un corazón arrepentido y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 51,19); “Humillaos delante del Señor y él os levantará” (Sant 4,10); “Que cada uno se revista con de sentimientos de humildad para con los demás, porque Dios resiste a los soberbios y otorga su favor a los humildes” (1Pe 5,5). San Pablo nos dice: “No hagáis nada por ambición o vanagloria, antes con humildad estimad a los otros como superiores a vosotros mismos. Nadie busque su interés, sino el de los demás” (Flp 2,3-4).
¿Por qué debo considerarme inferior a los demás? Santo Tomas de Aquino responde: En nosotros mismos, tenemos algo que nos pertenece, y algo que pertenece a Dios. Lo que es nuestro es realmente nada; lo que es de Dios es todo. Pero, ¿Cómo debemos considerarnos inferiores a los demás? ¿Cómo? Viendo en los otros lo que tienen de Dios, y en nosotros lo que tenemos de nosotros mismos; en ellos vemos que son hijos de Dios y su dignidad; en nosotros vemos nuestros pecados e indignidad.
¿Cómo ser humilde? El profeta Miqueas response; “Esto es lo que el Señor espera de ti: que defiendas el derecho y ames la libertad, y que seas humilde con tu Dios” (Miq 6,8). Aprendemos y experimentamos la humildad siguiendo e imitando a Jesús, que fue humilde: “Aprended de mí, que soy tolerante y humilde de corazón” (Mt 11,29); “Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve” (Lc 22,27). Jesús es humilde ontológicamente (en su ser): “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Y humilde éticamente (en su actuar): humilde en el pesebre, en su vida oculta en Nazaret, en su vida pública, en su pasión y muerte en la cruz, en la sagrada Eucaristía. Jesús proclamó la humildad a sus discípulos (cf. Lc 14,1, 7-11).
Los seguidores de Jesús, por lo tanto, deben imitar su humildad. ¿Tú quieres seguir a Cristo? Sé humilde como él lo fue (San Cesario de Arles). Todos los santos son radicalmente humildes. María, madre de Jesús y nuestra, fue muy humilde: “Fiat, que así sea, yo soy la sierva del Señor, cúmplase en mi tu palabra” (Lc 1,38). Su Magnificat no es meramente una oración preciosa, blanda, sino un himno revolucionario que canta la grandeza de Dios en los pobres y marginados: Él dispersa a los soberbios, derriba a los poderosos, despide a los ricos vacíos, y eleva a los humildes (cf. Lc 1,46-55).
Humildad significa vernos a nosotros mismos como somos: personas humanas, criaturas e hijos de Dios. La humildad no está opuesta a la autoestima. En realidad, la humildad en perspectiva cristiana es la autoestima, o sea, una “autoestima justa” (Jean-Louis Brugues OP, Ideas felices). Humildad como autoestima implica el reconocimiento de los talentos personales que uno puede tener, un reconocimiento correcto, que sabe que la fuente de esos talentos es el buen Dios. “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? (1 Cor 4,7).
¿Es difícil ser humilde y no soberbio? Sí, claro. Por eso nos acercamos constantemente a quienes pueden y quieren ayudarnos. Como siempre, fidelidad a la oración es camino para poder conseguir la humildad verdadera, que echa u orilla la soberbia de nuestros corazones. Cierro con los entrañables versos de Miguel de Unamuno:
Agranda la puerta, Padre,
¡porque no puedo pasar!
La hiciste para los niños…
Yo he crecido a mi pesar…
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