En su El diario de un cura rural, Georges Bernanos pone estas palabras en boca del protagonista, un sacerdote joven, humilde, orante y bueno: “Cuándo un hombre de oración nos ha dicho que la oración le ha fallado? Tu rezas, yo rezo: ¿Podemos afirmar que nuestra oración nunca nos ha fallado?
San Cipriano habla de oraciones que producen buenos frutos y de oraciones que no los producen: “La oración sin buenas obras no es efective. La oración es buena con el ayuno y la limosna. Porque aquel que en el día del juicio final premiará las buenas obras y la limosna, escucha hoy favorablemente las oraciones que proceden de buenas obras”. La buena oración produce frutos a través de la vida de cada uno. “Todavía en la vejez producen frutos” (Ps 92,15).
Con la gracia de Dios, nuestra oración es fructuosa. “En verdad, en verdad os digo que el Padre os concederá lo que pidáis en mi nombre… Pedid y recibiréis” (Jn 16,23-24: cf. Jn 14,14; Mt 7,7). Jesús no dijo: quizás lo recibirás, sino que recibiréis lo que pidáis. La promesa de Jesús se refiere al don divino de cosas buenas a aquellos que las piden (Mt 7:11), en particular y primariamente al don del Espíritu Santo (Lc 11:13). Si pedimos cualquier cosa y es según su voluntad, él nos oirá (1 Jn 5,14). “Y obtendremos de él todo lo que le pedimos, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada” (1 Jn 3,22).
Nuestra fe nos dice que Dios responde a nuestras peticiones siempre. Sin embargo, nos parece que algunas o muchas veces no las responde. ¿Cómo se explica esto? Bueno, Dios las responde, pero quizás más tarde. Por tanto, ¿Qué hacer? Perseverar en la oración (cf. Lc 18:1-8).
Los tres frutos o efectos de la oración humilde son: aumento de gracia, respuesta a nuestras peticiones y “el dulce gozo de Dios”. Santo Tomas de Aquino enumera los siguientes efetos de una buena oración: remedio para los males, obtención de lo que deseamos, y establecimiento de amistad con Dios. El santo añade que para obtener estos beneficios, se requieren ciertas condiciones: confianza, rectitud, devoción, y humildad (Catecismo de Aquino).
Una oración verdadera es una oración humilde. Como todas las virtudes, en particular las teologales, la oración se basa en la humildad, que es virtud cristiana fundamental, pues somos criaturas heridas, débiles, frágiles, necesitadas. Sabemos muy bien que, en la perspectiva del Reino, sin la gracia y el amor de Dios no podemos hacer nada.
Una oración devota nos ayuda a adquirir las virtudes humanas e infusas. La oración es la madre e todas las virtudes (Santa Catalina de Siena). Ella nos ayuda a practicar y promover valores básicos humanos, como la vida, la verdad, la justicia, la compasión. La verdadera oración penetra las virtudes teologales y las ayuda a crecer en nuestros corazones
Una oración tranquila fortalece nuestra fe en Dios. San Juan Vianney: “Yo pienso frecuentemente que cuando venimos a adorar al Señor, recibiremos cualquier cosa que le pedimos, si se lo pidiéramos con una fe viva y con un corazón puro”. La oración cristiana está profundamente unida a la esperanza: “La oración es la esperanza en acción” (Benedicto XVI).
La oración humilde, fiel y esperanzada aumenta nuestro amor, que es la virtud de las virtudes. La buena oración, como subraya Santa Teresa, es siempre fuente de amor a Dios y al prójimo. Además, la práctica del a amor engendra amor. Como nos dice San Juan de la Cruz en un texto bien conocido, “Pon amor donde no lo hay, y cosecharás amor”. La oración verdadera está necesariamente ligada a la compasión, que es efecto de la caridad como amor al projimo.. La oración autentica implica la práctica del amor fraterno: amor a todos los demás, incluyendo nuestros enemigos, y primariamente amor a los pobres y enfermos. San Vicente de Paul nos dice que “cuidar de los enfermos es rezar”.
Una oración fiel, esperanzada y amorosa es fuente de fortaleza para cargar con nuestra cruz paciente y alegremente. Ciertamente, como observamos en los santos, una oración veteada de caridad hace nuestra cruz llevadera e incluso alegre: la oración buena y humilde ayuda al creyente a cumplir fiel y gozosamente las responsabilidades de su respectiva vocación. Sin duda, una oración permeada de amor nos ayuda a ser fieles a nuestra vocación personal.
La oración humilde, fundada en la gracia divina y vivenciada en las virtudes teologales, nos inclina firmemente a realizar buen trabajo. La oración no debe reemplazar el trabajo, sino inspirarle, purificarle, y mejorar nuestro trabajo -nuestro trabajo profesional, e incluso nuestro tiempo de diversión. Si somos orantes, nuestro trabajo se convierte en oración. Nuestro trabajo necesita la respiración de la oración para convertirse en oración, y ciertamente el tiempo dedicado a la oración nunca es tiempo perdido. El Papa Francisco nos dice (EG): “Reza y trabaja”; “la oración, el espacio interior, momentos prolongados de adoración, encuentros reverentes con la palabra, la conversación sincera con Dios … todos son necesarios para que “nuestras palabras no sean inútiles”. Nuestro trabajo es nuestra participación en la creación de Dios. El buen trabajo es la misión de una verdadera vocación como pasión de amor. La oración nos ayuda a amar nuestro trabajo y a las personas que trabajan con nosotros. K, Gibran nos dice que aquellos que trabajan sin amar su trabajo no debieran trabajar, sino pedir limosna a la entrada del templo (El Profeta).
¿Cómo es nuestra oración? ¿Es fructuosa? Jesús nos dijo: “Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producirlos buenos … Así que por sus frutos los reconoceréis” (Mt 7,18, 20). La oración -siempre con la ayuda de la gracia y el amor divinos- puede cambiar nuestra vida a mejor. De este modo, la oración nos guía hacia una bondad, amor y felicidad ascendentes. “El hombre bueno saca cosas buenas de un buen tesoro, y el hombre malo saca cosas malas del tesoro malo” (Mt 12.35).
Nuestra pregunta inicial: “Cuándo un hombre de oración nos ha dicho que la oración le ha fallado? Nuestra respuesta concluyente: ¡Nunca! (FGB)
--Fr. Fausto Gomez