La devoción es el acto principal de la virtud de la religión, virtud que nos conecta con Dios y ayuda a darle de modo limitado e imperfecto lo que le debemos. La devoción auténtica es sencillamente -como nos dice San Francisco de Sales- verdadero amor de Dios (Introducción a la vida devota).
Distinguimos dos clases de devoción: devoción a Dios (latria), o devoción en singular, y devoción a los santos (dulia), o devoción en plural, que incluye también la devoción especial a Nuestra Señora (hiperdulía).
La devoción a Dios es necesaria para nuestra salvación mientras que las devociones a los santos no lo son, pero pueden sernos muy beneficiosas para conseguir nuestra salvación eterna -y nuestra felicidad en esta y en la otra orilla de la vida.
Somos libres para ser devotos de este santo o aquella santa. Sin embargo, a los cristianos se nos pide que seamos devotos de la Virgen María, porque ella es la Madre del Hijo de Dios y discípula de discípulas/os y nuestra mejor intercesora ante su Hijo y nuestro salvador Jesucristo, el único Medidor. Entre los santos, y después de María, los discípulos de Jesús tenemos una devoción singular a San José: él es la cabeza de la Familia de Nazaret, el esposo de María y el guardián de Jesús, Hijo de Dios e hijo de María. San José, el hombre justo del Evangelio, es el patrono Universal de la Iglesia y por lo tanto merece de modo particular nuestra veneración y oraciones.
OBJETIVO DE NUESTRAS DEVOCIONES A LOS SANTOS
¿Cuál es el objetivo o fin de nuestras devociones -oraciones, novenas, peticiones- a los santos? Todas las devociones en plural están ordenadas a Dios: “La devoción a los santos no termina en ellos sino en Dios” (Santo Tomás de Aquino; cf. San Pablo VI, Marialis Cultus 37). En verdad, Jesús es el fin de todas nuestras devociones.
Todos los santos y santas siguen a Jesús y apuntan a él. Todos: comenzando por María, que es la más santa de todos los santos/as, y continuando con los apóstoles, los profetas, los mártires, las vírgenes, los confesores, y tantas santas y santos anónimos que vivieron su vida ordinaria con fidelidad extraordinaria a Dios y servicio generoso y compasivo al prójimo. Jesús es la meta de todas nuestras devociones a María, los ángeles y los santos y santas. La vida auténtica de todo creyente, de cada cristiano significa imitar, seguir y transfigurarse -lo más posible- en Cristo. San Pablo nos dice que somos una carta de Jesús leída al mundo (2 Cor 3:3), y el aroma de Cristo en el mundo (cf. 2 Cor 2,14-15).
Una pregunta inescapable: ¿Nuestras devociones a los santos nos ayudan a ser buenos cristianos? Nos ayudan si producen buenos frutos, esto es, buenas obras -procedentes de la gracia y el amor de Dios en nuestros corazones y nuestra libre y modesta cooperación, que Dios nos pide. Las buenas obras son los frutos de santidad: amor a Dios y al prójimo, humildad, perdón, oración, y también amor a nuestra inevitable cruz. En este contexto, recordamos dos dichos importantes de Santa Teresa de Ávila: “Pocas devociones y mucha devoción”; “De devociones tontas, líbranos, Señor”.
Nuestra devoción auténtica a los santos, sobre todo a María, nos ayuda, a través de su intercesión ante Jesús, a alcanzar su objetivo, es decir, el seguimiento de Jesús como el camino hacia nuestra verdadera casa: somos ciudadanos del cielo. Kempis nos aconseja: “Hazte ahora amigos, honrando a los santos de Dios e imitando sus obras, para que cuando dejes esta vida, ellos puedan recibirte en el hogar eterno” (Imitación de Cristo).
LLAMADOS A SER SANTOS
La devoción a nuestros santos no consiste en aplaudirles o alabarles, sino principalmente en imitarles como modelos del seguimiento de Jesús. Los santos de nuestras devociones nos invitan a ser santos como ellos.
Desafortunadamente, la santidad sigue considerándose por algunos o por muchos entre nosotros, quizás incluso entre religiosos/as, una palabra que generalmente aplacamos a personas extraordinarias: los apóstoles, los profetas, los místicos, los mártires, las vírgenes, los confesores -y a personas “perfectas”. Nosotros no estamos entre todos ellos. Ergo, por lo tanto, la santidad no es para nosotros. Indudablemente, solo Dios es perfeto, pero el buen Dios quiere que participemos de su santidad -de su felicidad-, y nos invita constantemente a ser santos -y felices.
El Concilio Vaticano II subraya repetidamente que todos los cristianos estamos llamados a la santidad, esto es, a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad (cf. LG 40; CCC 2013). El Señor dijo a los israelitas por boca de Moisés: “Sed santos porque yo, el Señor, soy santo” (Lev 20,26). Y Jesús: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5:48). Santidad significa simplemente unión intima con Dios: unión de amor con él (dimensión vertical) y unión de amor con el prójimo (dimensión horizontal).
¿Cómo caminamos por el camino de la santidad? Siguiendo a Jesús, que es la Bienaventuranza de Dios. Las Bienaventuranzas de Jesús (cf. Mt 5,1-12) nos marcan el camino de la santidad y la felicidad. Todas las Bienaventuranzas tienen un denominador común, que es la felicidad -una felicidad que comienza en esta vida: las ocho Bienaventuranzas son realmente “ocho formas de felicidad” (J. M. Cabodevilla, Las formas de felicidad son ocho). Los santos, que caminaron por el camino de las Bienaventuranzas, son las personas más felices, verdaderamente libres, esto es, libres para amar: “Mientras vivían en este mundo, los santos eran siempre felices, como si estuvieran siempre celebrando una fiesta” (San Atanasio).
El camino de la santidad se anda, hablando más concretamente, en la imitación de las virtudes de Jesús, el verdaderamente virtuoso. A través de la práctica de las virtudes teologales y morales -todas formadas o vivificadas por la caridad – crecemos en el amor: en el amor de Dios en nuestros corazones. Practicando las virtudes -hábitos buenos- orillamos a nuestros enemigos: envidia, soberbia, avaricia, concupiscencia, odio, mentira, injusticia, violencia, espiritualismo, dogmatismo, intransigencia, etc. (Cf. Papa Francisco, GE 134).
¿Cuál es nuestro camino diario a la santidad? Hacer lo que debemos hacer diariamente con amor. Tres dichos nos apuntan pequeños pero significativos detalles de la práctica del amor en nuestra vida diaria: decir cuando debamos, “por favor”, “gracias”, “lo siento” (GE, 145; AL, 133).
A San Roberto le dijo su padre: “Hijo, el único error que uno comete en la vida es no ser santo”. Para Leon Bloy solamente hay una tristeza en la vida: “La tristeza de no ser un santo”. Después, el escritor francés se preguntó a sí mismo: “¿Es difícil ser un santo?” Su propia respuesta: “No; solamente da un paso más allá de la mediocridad y tú eres un santo”. La respuesta de un gran santo es más sencilla. Se le preguntó: ¿Qué debo hacer para ser un santo? Su repuesta, “Tres cosas: “primera, que tú quieres ser santo; segunda, que tú quieres serlo, y tercera, que tú quieres serlo.” La pregunta candente para cada uno de nosotros: “¿Tú quieres, de verdad, ser un santo?” Desde luego, la necesaria gracia y el amor de Dios nuestro Padre no nos fallarán -nunca. Dios quiere, además, nuestra modesta, libre y generosa cooperación.
Érase una vez cuando dos de mis estudiantes de Teología Moral en la Universidad de Santo Tomás de Manila me enviaron una tarjeta de felicitación para mi cumpleaños con este delicioso mensaje: “Que Dios forme un santo en ti”.
¡Dios lo sigue intentando! (FGB).
-Fr. Fausto Gomez