El Salmista se nos presenta: Soy peregrino en la tierra (Sal 119,19). Y San Pedro: “Somos huéspedes y forasteros” en esta vida (1 Pe 2,11).
Somos peregrinos, no vagabundos que caminan sin rumbo, sin destino concreto. Como nos dice el monje Casiano: “No hay llegada a no ser que haya un plan específico donde ir” (Conferencias). Un peregrino no es un turista o un simple viajero, sino un caminante que busca la felicidad. No es un espectador o una espectadora, sino un viajero/a que camina hacia su tierra prometida, -a Jerusalén o al nuevo Jerusalén-, que busca, consciente o inconscientemente, al ser supremo. La búsqueda universal de la felicidad es una búsqueda misteriosa de Dios. San Francisco de Sales va más lejos y nos dice que todos los seres humanos tenemos una inclinación a amar a Dios, nuestro creador.
Desde la cuna hasta la tumba, toda persona humana es un peregrino que camina hacia alguna parte. Un turista americano visitó al famoso Rabino polaco Hafetz Chaim. El turista se asombró al contemplar la austeridad de la habitación del Rabino. Y le preguntó: “¿Rabino, donde están tus muebles?” Chaim le respondió con una pregunta: “Dónde están los tuyos?” El turista: “¿Los míos? Pero si yo solo soy un visitante que pasa por aquí.” “Eso soy yo, eso soy yo también,” añadió el Rabino. Eso somos todos: visitantes de la tierra, caminantes de paso por estos lares.
El peregrino camina hacia un destino que mejore su vida. Este destino es lo primero en su intención y lo último en su consecución. Todo hábito, o acto humano, o profesión tiene un fin que el peregrino intenta conseguir. Un fin que implica llegar a ser más feliz o menos infeliz: a ser mejor. Para los creyentes, el fin último es la vida eterna o el cielo, y los fines intermedios son la práctica del bien, de las virtudes, del amor. De aquí que el peregrino sea una persona que siempre tiene esperanza.
El peregrino verdadero espera que, alcanzando diversos destinos -próximos o remotos-, mañana será mejor. El cristiano, miembro de la Iglesia peregrina (GS 57), espera llegar a alcanzar diversos destinos u objetivos temporales, más uno: “un nuevo cielo y una nueva tierra” (Ap 21,1-4). Para el creyente, la vida temporal es un viaje de esperanza hacia Dios, que es “el fin último o destino de la persona humana” (GS 41).
El día 28 de febrero (2013) -el último día de su Pontificado-, Benedicto XVI pronunció por la tarde un breve y emotivo discurso de despedida. El Papa Emérito dijo entonces: “Soy simplemente un peregrino que está iniciando la última parte de su peregrinación en la tierra”. El Papa Francisco, como hizo Juan Pablo II anteriormente, se llama a si mismo peregrino del mundo, y su difícil viaje a Canadá (julio, 2022), una “peregrinación penitencial”. En realidad, todas las peregrinaciones verdaderas son peregrinaciones de fe, penitencia y conversión, de una esperanza orante y alegre, por las que los peregrinos buscan y anhelan, consciente o inconscientemente, a Dios.
En esta vida hay dos caminos a seguir: el camino del “mundo” o el camino de Dios; el camino del mal y del vicio, o el camino del bien y de la virtud. El sendero del egoísmo, el odio, un espíritu que no perdona, insensibilidad para con los pobres y necesitados lleva eventualmente a la infelicidad: “No entres por el sendero de los malvados, no pises el camino de los perversos” (Prov 4:14). Por otra parte, el sendero de la amabilidad, la oración, la compasión y el servicio a los demás otorgan y aumentan la felicidad.
El fin último del buen camino parece muy atractivo, pues es la felicidad plena en Dios, pero no es fácil llegar a él. El camino esperanzado hacia la bienaventuranza, hacia el cielo no es un camino fácil: el peregrino se encuentra frecuentemente con baches y piedras y agua, y a veces la visibilidad es casi cero. Además, otras veces el viento del sufrimiento arrecia y las dudas y la soledad pueden convertir el día en noche oscura. Aun así, la virtud del peregrino, la esperanza enraizada en la fe y veteada de amor, hace los trechos del camino que parecen impasables, más llevaderos, y puede ser que hasta gozosos. Uno recuerda frecuentemente las palabras de San Pablo: “Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que se ha de revelar en nosotros” (Rom 8,18).
Jesús dice: “Entren por la puerta estrecha” y vayan por “el angosto camino que lleva a la vida”, “porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición” (Mt 7,13-14). Por tanto, “abandonemos las acciones tenebrosas y vistámonos con la armadura de la luz” (Rom 13,12). En el camino de la vida, los pecados son acciones tenebrosas, mientras que las buenas obras son la armadura de la luz: “Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Quien odia a su hermano está en tinieblas, camina en tinieblas y no sabe adónde va. Porque la oscuridad le ciega los ojos” (1 Jn 2,10-11).
Un buen camino es el camino de las virtudes, que nos inclinan a realizar obras buenas. Sobre todo, la virtud de la esperanza: una esperanza permeada de amor humano o de caridad. Aunque para los cristianos, la virtud más fundamental es la fe y la más perfecta, la caridad, sin embargo, la esperanza es la virtud característica del peregrino. Peguy llama a la esperanza la hermana pequeña de la fe y la caridad, pero, añade: en cierto sentido, la esperanza es la virtud más importante porque ella lleva a sus dos hermanas. Por tanto, la virtud del peregrino es la esperanza, que por sí misma da cierta felicidad: “La esperanza es en sí misma una especie de felicidad y quizás la expresión prioritaria de felicidad que este mundo puede permitirse” (Samuel Johnson).
¿Como podemos ser realmente personas con esperanza? Para ser realmente personas con esperanza, debemos ser fieles al momento que implica hacer lo que debemos hacer con amor: “Dios solo habla en el presente” (Kierkegaard). Como todas las virtudes, la esperanza necesita la vida del amor para caminar hacia adelante: “Solamente con pasos de amor, podremos caminar hacia adelante” (San Agustín). Como peregrinos caminando hacia la plena felicidad, practicamos el amor a Dios, a todas las personas hermanas, a nosotros mismos, y a la creación. Solamente amando a los demás como hermanos y hermanas, podremos sembrar amor y así ser más felices y ayudar a otros y otras a serlo: “Pon amor donde no lo hay, y cosecharás amor” (San Juan de a Cruz).
Una felicidad relativa y real es posible “ya” en esta nuestra vida temporal, pero la felicidad plena “todavía no”, porque somos “ciudadanos del cielo” (Fil 3,20). Para ser fieles al fin de nuestra vida, para caminar po el buen camino, necesitamos la ayuda de Dios, necesitamos rezar. Así dice el Señor: Deténganse en los caminos a mirar, pregunten por la vieja senda: ¿Cuál es el buen camino? Síganlo y encontrarán reposo (Jer 6:16).
Amo la esperanza. Soy peregrino con mil esperanzas humanas, más una divina -teologal. Hace años estaba esperando una noche estrellada la salida del autobús que me llevaría de la bella ciudad de Vigan (Filipinas) hasta Manila. No sé por qué, se me ocurrió inesperadamente escribir unos versos de calderilla titulados “PEREGRINO”. (Pido perdón a los poetas):
Peregrino que caminas,
Que caminas con esperanza,
No pierdas nunca de vista
La meta de tus pisadas.
Peregrino y caminante
Que vas caminando alegre
Darás un paso adelante,
Si tú eres fiel al presente
Caminante sí hay camino
Cuando trabajas amando,
Cuando marchas, peregrino,
Con la vista en el Amado
(FGB)