SIGUIENDO A CRISTO HOY: LA LLAMADA
Dios quiere la salvación de todos, y Jesucristo dio su vida por todos. De aquí que todos somos llamados por el buen Dios a seguir a Jesús. El seguimiento de Cristo implica la aceptación de su llamada y la correspondiente fidelidad a ella. ¿Qué significa esta llamada divina?
Los Evangelios nos hablan de tres elementos principales de esa llamada, o sea, de nuestra vocación:
(1) La iniciativa viene de Jesús. “Venid conmigo” (Mc 1,17 y 20). Nuestra llamada, nuestra vocación es iniciativa suya, no nuestra: “No me habéis elegido vosotros a mí; más bien os he elegido yo a vosotros” (Jn 15:16). La llamada es una gracia, un don: nadie merece esta u otra vocación. Un día fuimos llamados como Samuel: “Samuel, Samuel.” “Aquí estoy, Señor” (cf. 1 Sam 3,1-10, 19-20). Como el profeta Isaías: “¿A quién enviaré, y quién irá de nuestra parte?” “Yo mismo; envíame” (Is 6,8).
(2) La respuesta a la llamada de Jesús se debe dar hoy, no mañana. ¡Mañana nunca llega! El Salmista nos invita: “Ojalá escuchéis hoy su voz” (Sal 95,7). Hoy, no endurezcáis vuestro corazón no escuchando la invitación de Dios a seguir a Jesús.
(3) Los primeros discípulos de Jesús le siguieron inmediatamente y dejaron sus redes y familias (cf. Mc 1,16-20). La respuesta a la llamada de Cristo pide a sus discípulos dejarlo todo para seguirle (cf. Lc 5,11). Dejarlo todo significa dar la espalda al “mundo” y a sus ídolos e ideologías, negarse a sí mismo, renunciar a nuestro egoísmo, y cargar con nuestra propia cruz (cf. Mt 10, 28-39). Ello implica un desapego radical para ser capaces de hacer de Cristo la prioridad de nuestra vida.
Para los discípulos auténticos, Jesús es el factor determinante de sus vidas, que conlleva “una unión total a la persona y el mensaje de Jesús” (S. Galilea). Consiguientemente, “Ninguno de nosotros vive para si mismo, como tampoco muere nadie para si mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Senos morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos” (Rom 14, 7-8).
Desapego de nosotros mismos y apego a Jesús implica necesariamente amar a Dios y a todos los hombres y mujeres, principalmente a los pobres y afligidos, y cargar paciente y esperanzadamente con nuestra propia cruz, y ayudar a otros/as a llevar la suya. Siguiendo a Cristo, después de los apóstoles y las primeras comunidades cristianas, significa “nada menos que cargar con nuestra cruz y dar nuestra vida por nuestros hermanos y hermanas” (G. Lespinay).
La vida cristiana, por tanto, no puede ser egolatría (adoración narcisista, veneración egoísta de uno mismo), sino latría (devoción/adoración, oración a Dios). La devoción a Dios, Uno y Trino, puede ser ayudada por dulía o devoción a los santos (veneración y oración) e hiperdulía o devoción especial a la Virgen María (también veneración y oración), que está sobre la devoción a los santos, poque ella es la Madre de Jesús y nuestra Madre, y discípula de discípulos/as.
En la comunidad de los discípulos de Jesús, se dan diferentes llamadas, vocaciones distintas, diversos carismas para seguir a Cristo. Esencialmente, todas las vocaciones son iguales, esto es, “ni mejores ni peores: simplemente diferentes” (M. Gelabert). En perspectiva cristiana, todos los demás son personas iguales en dignidad y derechos; y aún más: hermanos y hermanas en Cristo. Lo que realmente importa para todos los discípulos de Jesús es fidelidad a la consagración bautismal radical, que implica decir continuamente no al pecado y si al amor, obedecer y hacer la voluntad de Dios, ser humilde, orante y compasivo, amar a Dios, al prójimo, y a la creación de Dios. La perfección llega no por esta u otra llamada, o por este u otro título sino por la fidelidad -siempre creciente- a nuestra llamada personal.
Ciertamente, todos los cristianos -sacerdotes, hombres y mujeres religiosas/os, fieles laicos- están llamados a seguir e imitar a Cristo a través de la perfección de la caridad. Propiamente, no se dan “estados de perfección” sino “diferentes estados que persiguen la perfección”, esto es, la perfección de la caridad.
Seguir a Cristo hoy no es fácil. En realidad, nunca lo fue. Recordamos la escena evangélica que nos muestra a bastantes discípulos abandonando a Cristo después de que les hablara de la necesidad de comer su Cuerpo y beber su Sangre para tener vida ahora y siempre (cf. Jn 6,53-58) eterna. Respondieron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo? (Jn 6, 60). (Romano Guardini sugiere que, quizás, Judas comenzó a dudar en Jesús en este momento, pero que la duda entonces no fue lo suficientemente fuerte para abandonar a Jesús). En este contexto, también recordamos la invitación de Jesús al joven rico que quería seguirle, pero le abandonó tristemente cuando Jesús le dijo que diera sus bienes, que eran muchos (cf. Mt 19,16-22).
Es difícil ser fiel seguidor de Jesús. Es imposible conseguirlo por nosotros mismos. Pero es posible y maravilloso: tenemos la ayuda necesaria para seguirle. Es posible seguir a Cristo con la gracia y el poder del Espíritu Santo, que es el amor de Dios Padre y del Hijo de Dios. Y merece la pena intentarlo; es decir, cooperar libre y responsablemente con la gracia divina y el amor de Dios. En realidad, merece nuestra vida, pues es la mejor manera de conseguir lo que ansiamos: ser felices aquí relativa pero realmente, y después perfectamente. Sin duda, “con Jesús, la vida se hace más rica; con él es más fácil encontrar sentido a todo” (el Papa Francisco, EG 266).
Una vez, un señor de nombre Aeschimes se presentó a Sócrates para decirle que le permitiera ser su discípulo; y añadió: “Soy un hombre pobre. No tengo nada que darte; solamente a mi mismo”. El gran filósofo griego le contestó: “¿No ves, buen hombre, que me das la cosa más valiosa de todas?”. W. Barclay comenta: “Esto es lo que los apóstoles dieron a Jesús: a sí mismos” (En Mt 4, 18-22). Esto es lo que los cristianos deben ofrecer a Jesús: a sí mismos, y de este modo ser formados, transformados y transfigurados en y por Jesús.
Terminamos con unas palabras para meditar: “La esencia del hombre no es lo que ‘el es sino lo que está llamado a ser”. Los dos polos de la existencia humana son ser y llegar a ser: llegar a ser más de lo que somos como criaturas e hijos de Dios, como hermanos y hermanas unos de otros en Cristo, como pueblo de Dios que ora, es compasivo y convive alegremente. (FGB)