Saludo de Pascua del Provincial

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El misterio de la redención tiene sentido desde la perspectiva del amor, un amor generoso y total por el que el Dios creador crea, redime y santifica. Jesús, en obediencia al plan misterioso del Dios trino,  no redime por el triunfalismo sino por la humildad y el anonadamiento aceptando  la inmolación de su vida. Nadie se la quita sino que él la ofrece, porque nadie tiene autoridad sobre Dios. A nadie condena, sino que, desde el árbol de la cruz, en el sacrificio redentor del olvido de sí mismo perdona a quienes le crucifican porque no saben lo que hacen.

En lugar de reprocharles incredulidad y ceguera, falta de escucha y lectura inteligente de la escritura de la que son depositarios, les disculpa porque, no han sido capaces de entender y comprender que en Jesús se cumplían las promesas y profecías del Antiguo Testamento. De nada les sirvió que por tres años predicara con sabiduría, discutiera con maestría, exhortara con convicción, instruyera con prudencia, guiara por la senda de la verdad, confirmara con poder y autoridad sobre la enfermedad y la muerte. Pero los líderes religiosos, sea por envidia, fanatismo o conveniencia, creen estar haciendo un servicio al Dios de sus padres y prolongando una historia de rechazo a  tantos otros profetas llevan al patíbulo al autor de la vida.    

La humillación de Jesús alcanza su culmen en la Pasión, tras pasar por la agonía en huerto de los olivos. Es vendido por uno de los suyos, es abandonado por aquellos que habían sido testigos de su predicación y sabiduría, de su poder de curación y hasta de resucitar a los muertos. Aquellos mismos que fueron testigos de su transfiguración y de compartir su última cena - banquete pascual de despedida - le abandonan, huyen y niegan como si nunca hubieran estado a su lado, presenciado su oración, predicación y poderes extraterrenos. Qué pronto olvidamos cuando el acaecer no se conforma a nuestras expectativas, planes o sueños.

Este sacrificio divino se convierte en el libro de la caridad y del amor infinito de Dios siempre dispuesto a abrazar a sus hijos. Se cumple la promesa y se establece la nueva alianza. Finalmente Caifás profetiza con aquellas palabras llenas de profundidad y misterio que ni él mismo podía atisbar: ¨vosotros no comprendéis que conviene que uno muera por el pueblo y que no perezca la nación entera¨. El que había de morir está dispuesto y no rehúsa seguir el camino del calvario, el que es crucificado lleva a cumplimiento el misterio de Dios y da sentido a la nueva alianza y se convierte en cabeza, vida y camino de su pueblo, eleva a todos los hombres a la condición de hijos de Dios y llena con el río de la gracia, que fluye del único sacrificio agradable al Padre, a todos los suyos por medio del agua de la purificación y de la santificación, que es su sangre derramada por todos. Que las gotas de su sangre al rozar su cuerpo y el madero de la cruz, purifiquen el cuerpo de su iglesia y dejen la huella indeleble de su presencia entre nosotros.  

El cuerpo rasgado con golpes, latigazos, espinas, traspasado, quebrantado y crucificado queda irreconocible por la desfiguración de la pasión. ¿Quién podría haber dicho esto unos días antes cuando entraba triunfante y coreado en Jerusalén? ¿Qué no balbucías, madre, ante esta imagen del sacrificio de tu Hijo, tú, la llena de gracia? Pero sobre todo ¡qué responsabilidad no te impuso al declararte nuestra madre!

Hoy todo eso es historia. Estamos celebrando la Pascua. Su pasión y muerte le llevaron a la gloria del aleluya de la resurrección. Pero antes hemos compartido en el Jueves Santo el misterio de sí mismo en la eucaristía, la institución del sacramento del sacerdocio con poder de atar y desatar, y hemos sido testigos de su testimonio de amor. Un amor que no conoce límites porque nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los suyos. Tras el silencio con el que recordamos y recorrimos a su lado la historia de su traición, entrega, prisión, condena y crucifixión hemos esperado, como los discípulos, tres largas noches para volver oír a su voz como si nada hubiera pasado. ¡Paz, soy yo!

Es María Magdalena la primera que recibe la noticia y corre en busca de los suyos: ¨¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado?¨ No está aquí, ha resucitado como había prometido. Por eso nosotros, los que tenemos la dicha de creer podemos decir con confianza: ¡Aleluya!  Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. La esperanza que habían perdido los apóstoles ha revivido con la noticia de ¡Cristo ha resucitado! Pero también nosotros tenemos que alimentar nuestra esperanza con una fe profunda e inquebrantable ante los avatares de la vida, con la confianza de que sus palabras son vida y no pasarán, y con el fuego del amor que quiere ser tan intenso como el que Él nos tiene, con la disponibilidad para ser enviados y ser instrumentos de su misión en el mundo de hoy.

Esta celebración del misterio de Cristo es una nueva llamada e invitación a la renovación y a un toque de humildad: de la misma forma que los suyos no confiaron en su palabra y en su misión a pesar de haberle confesado como el Hijo de Dios, también nosotros tenemos un largo camino e historia de incertidumbre, indiferencia y apatía. La rutina de la vida y hasta de la consagración no tienen el dinamismo que se espera de quienes le pertenecen totalmente y le han profesado fidelidad incondicional. Que la conciencia de nuestra incapacidad no sea obstáculo para la acción de la gracia y la certeza de que Jesús vive entre nosotros como en otros tiempos.  

Si los discípulos fueron reanimados y su esperanza revivió, también se espera de cada uno de nosotros un nuevo comenzar, un nuevo redescubrir la calidad de vida y la renovación de la vida que profesamos. Un nuevo ardor en la proclamación de la Palabra y en el redescubrir que como la comunidad primitiva, nuestra familia dominicana ha de predicar con la certeza de que El actúa por nosotros y está presente cuando dos o tres se reúnen en su nombre. De esta forma el Evangelio será llamada de conversión en todas las culturas porque el rostro de Dios no conoce distinciones de color, raza ni condición social. Que el Aleluya de la resurrección cambie los horrores de la guerra en aires de paz y reconciliación. Que la injusticia y la corrupción den paso a la justicia. Que el totalitarismo abra las puertas a la igualdad y a los derechos fundamentales del hombre y de la familia.  

Sí, Jesús, has resucitado y me invitas a vivir junto a ti esa vida nueva que tú generas y comunicas a los tuyos tras vencer a la muerte. Todo es vida y ya no hay más muerte. Que nuestra vida sea, pues, un continuo caminar en esperanza transmitiendo nuestra experiencia de fe a quienes buscan sentido a su vida. Solo con el testimonio de vida y la fuerza de la palabra reviviremos tanto el encuentro personal con Jesús como con todos los que nos rodean.

¡Feliz Pascua de resurrección!

Fr. Solis

Fr. Bonifacio Solís, OP

Provincial