LA ALEGRÍA DEL CRISTIANO
Los argumentos que prueban la Resurrección de Cristo son las apariciones del Resucitado a los apóstoles y otros discípulos. Para muchos creyentes, un argumento fuertemente convincente es el cambio increíble que trasformó a los discípulos de Jesús: antes de la resurrección de Cristo, estaban muy tristes y amedrentados; después de su resurrección, fueron valientes y alegres, esto es, una comunidad pascual. Nosotros, que creemos también en la Resurrección de Jesús y en la nuestra, en la Pascua, ¿somos fuertes y estamos alegres, o sea, comunidad pascual?
¿Qué es la Pascua? Pascua es alegría (“Felices Pascuas”), una alegría que, como Jesús dijo a los apóstoles en la última cena, “nadie os podrá quitar” (Jn 16:22). Por este día glorioso de la resurrección de Cristo, y después, todos se alegran.
Nos imaginamos a los dos discípulos de Jesús camino de Emaús desde Jerusalén. Jesús ha muerto; están profundamente tristes. En verdad, tenían razón para estar tristes: creían que Cristo había muerto. Por tanto, el fin de la historia. Y punto. Comenta Martín Descalzo: Lo malo es quienes seguimos tristes a pesar de que lo creemos vivo (Vida y ministerio de Jesús de Nazaret, III). Ciertamente, “”es muy poco útil decir a la gente que Cristo trae alegría…, si nuestras vidas son tristes” (W. Barclay, cf. Jn 4, 43-45). Es imposible estar triste en presencia del Señor Resucitado (Schillebeeckx). En este contexto, no es extraño que el monje y teólogo Evagrius Pticus (siglo cuarto) -y siguiendo a los Padres del Deserto - añada a los clásicos siete pecados capitales uno más: la tristeza, que el pecado contrario a la virtud de la alegría.
Todos sabemos que el centro de la predicación de Jesús está en el Sermón de la Montaña, y el corazón del Sermón, en las Bienaventuranzas. Las Bienaventuranzas son como “ocho clases de felicidad” (J. M. Cabodevilla). A algunos cristianos y teólogos les gusta añadir una novena clase de felicidad: Bienaventurados (o ferices), dice Jesús a Tomás apóstol, los que crean sin haber visto (Jn 20. 29).
María y los discípulos de Jesús se alegraron cuando vieron al Señor (cf. Jn 20-20). La comunidad de los primeros discípulos se alegró. Los conversos de Pablo y Bernabé “quedaron llenos de alegría y del Espíritu Santo” (Hch 13, 52). Después de bautizar al eunuco etíope, “el Espíritu del Señor arrebató a Felipe, de modo que el eunuco no lo vio más; y continuó su viaje muy contento” (Hch 8, 38-39). El carcelero de Pablo y Silas en Filipos se alegró con toda su familia después de haberle bautizado a él y a toda su familia (cf. Hch 16, 33-34).
Siguiendo a los apóstoles, los discípulos de Jesús a través de los tiempos creemos en la Resurrección de Cristo, que es alegría pura: Alegría para el mundo; alegría para ti y para mí. Todos los santos están alegres: “el regalo más grande es su sonrisa”. Damos gracias al buen Dios continuamente porque creemos en la resurrección de su Hijo y, por ello, estamos alegres: la alegría es la hija de la felicidad (Fray Luis de Granada); y la sonrisa, una expresión de la alegría - como el Aleluya.
¿Como experimentaron las primeras comunidades cristianas la resurrección de Cristo? Las primeras comunidades cristianas celebraban la pasión, muerte y resurrección de Jesús durante una noche y hasta la aurora del día sihuiente. Nos cuentan las crónicas, que muchos no creyentes esperaban frente al lugar donde lo celebraban. ¿Por qué esperaban? Esperaban para ver la radiante expresión -la alegría- en las caras de los cristianos. En realidad, nos dice San Agustín, esa alegría que fascinaba a los no creyentes convirtió a muchos de ellos a creer en Cristo resucitado.
Somos criaturas de Dios, y debemos alegrarnos con la creación entera del Señor: Coronas las laderas de alegría, los prados están llenos de rebaños, los valles se cubren de mieses, que gritan y cantan con alegría (Sal 65, 12-13). Así es, como canta Isaías: El Señor es mi salvación… Alaba al Señor…, canta con alegría (Is 12:2, 5-6). El profeta Habacuc grita alegremente: “Aunque la higuera no echa brotes y las cepas no dan fruto…, yo festejaré al Señor gozando con mi Dios salvador” (Hab 3. 17-18).
Creemos en Jesús, ¿cómo nosotros, discípulos de Jesús resucitado, no vamos a estar alegres? La alegría es una característica de la buena gente, de creyentes verdaderos, de cristianos auténticos. Nosotros creemos que Dios es Uno y Trino, un solo Dios y tres personas divinas: Dios Padre, nuestro creador y poder; Dios Hijo, nuestro salvador y redentor - y de toda la humanidad; y Dios Espíritu Santo, nuestra gracia y abogado. La alegría es uno de los frutos y bendiciones de del Espíritu Santo (Gál 5:22). Nadie es tan feliz como un auténtico cristiano (Pascal). Esta es la razón de por qué algunos/as de nuestros hermanos y hermanas añaden a los 10 mandamientos un undécimo: ¡Estad alegres!
¿Cuál es la causa principal de la alegría cristiana? El amor de Dios: Dios nos ama. A pesar de nuestros pecados, Dios Padre nos ama, Dios Hijo nos sana, y Dios Espíritu Santo nos fortalece con su gracia divina y alegría (cf. Lc 15, 10). El amor verdadero o la caridad -una participación del amor de Dios en nuestros corazones- es la causa principal de la felicidad y alegría. En verdad, la caridad -el amor de Dios y de todos los prójimos- causa alegría real, que es, con la compasión y la paz, efecto de la caridad. El amor es gozoso. La caridad, virtud teologal, está fundamentada en la gracia divina, que es una limitada, pero verdadera participación en la divinidad de Dios.
Pero, un pero difícil: ¿cómo podemos estar alegres cuando el sufrimiento nos hiere? El sufrimiento es parte inevitable de nuestra vida: todos “llevamos las heridas de Cristo”; todos cargamos con nuestra cruz individual. El sufrimiento -la cruz- no está directamente opuesto a la alegría (alguien dijo que lo contrario de la alegría es el resentimiento). Y estamos alegres también
hoy, a pesar de la terrible pandemia del Covid-19,m de las miserables guerras (que denunciamos) - y de nuestras tristes lágrimas. Un sufrimiento desordenado o no bien integrado hiere la amable virtud de la alegría. La clave que da sentido a nuestro sufrimiento y lo hace relativamente alegre es el amor. Y el amor verdadero hace llevadero, ligero y hasta alegre, aunque esto sea menos común, como nos dice la santa de Ávila, nuestra cruz. Discípulos de Jesús a través de los siglos, cuando fueron perseguidos y martirizados, - y lo siguen siendo hoy- estaban “llenos de alegría” (Hch 5:41).
En nuestra vida, la alegría y el sufrimiento van mezclados. En la vida de Santo Domingo de Guzmán, por ejemplo, sus lágrimas de alegría y de dolor van mezcladas, pero siempre todas penetradas de alegría espiritual. El camino de la cruz es el camino hacia la resurrección: No hay Domingo de Pascua sin Viernes Santo. Como la de Jesús, nuestra cruz es una cruz victoriosa. La muerte de Cristo en la cruz fue “una muerte de reconciliación y de amor, una muerte que nos encamina hacia la resurrección y la vida”. De modo similar (guardando las distancias), “El cristiano no muere para quedar murto sino para resucitar. La muerte ya no tiene la última palabra” (José Antonio Pagola, Jesucristo). La tiene el amor.
Somos peregrinos hacia nuestra resurrección. Nuestra vida es un viaje de fiel, amable y alegre esperanza hacia la casa del Padre Dios. San Pablo nos pide: Sed alegres en la esperanza, pacientes en el sufrimiento, perseverantes en la oración (Rom 12, 12). Fe, esperanza y caridad rezan. Pedimos al buen Dios que al final de nuestro camino, Jesús nos diga a ti y a mí: Entra en la fiesta de tu Señor (Mt 25, 23).
¡Qué maravilloso! ¡Que fascinante! Somos Pueblo Pascual y el aleluya es nuestra canción. Aleluya, esto es, alaba al Señor.