Uno de los problemas sociales más acuciantes en nuestro mundo sigue siendo la pobreza: la pobreza involuntaria, forzada. La pobreza forzada es un mal que clama al cielo. En un mundo en el que hay suficiente para todos, muchos ricos y poderosos se pavonean de su riqueza, y muchos otros no tan ricos consumen extremadamente y no comparten. La sencillez continúa siendo una necesidad urgente.
` El estilo de vida de Jesús es sencillo, sobrio. Nuestro Señor pide a todos sus seguidores que vivamos un estilo de vida sencillo, austero, frugal. Nuestros santos -nuestros modelos- vivieron y viven una vida de sencillez y sobriedad.
DESCRIPCIÓN DE LA SENCILLEZ
La sencillez es “una virtud que impulsa el crecimiento humano, tanto el individual como el social, y sostiene el crecimiento ecológico de la naturaleza” (Diccionario). La sencillez es una virtud, un buen hábito similar a la sobriedad, la frugalidad y la austeridad.
Relacionada directamente con la templanza y la caridad o el amor, la sencillez o la sobriedad es la virtud que nos inclina firmemente hacia una buena relación con Dios, con nosotros mismos, con el prójimo y con la creación (cf. CCC 1809). El Papa Francisco escribe: “Si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán espontáneamente” (LS 11).
La sencillez nos hace desear continuamente a Dios y su amor. Está fundamentada en la roca firme de la gracia divina, y se manifiesta en una fe esperanzada. La oración, la meditación, el silencio nos conecta con Dios, que es nuestro Creador y Padre, que por Jesús y en el Espíritu Santo, nos creó iguales en dignidad, y abiertos a los demás en amorosa sencillez. Nuestra alma es sencilla cuando, en todo lo que hacemos o deseamos, no tenemos otro objetivo sino solo el amor de Dios (San Francisco de Sales).
La sencillez nos ayuda a tener armonía en nosotros mismos. Esta armonía -desde la gracia divina- se consigue por el conocimiento de la razón, la fortaleza de la voluntad y el control de las pasiones: “El cuerpo bajo el espíritu y el espíritu bajo Dios” (San Agustín). En una vida ruidosa y trepidante, necesitamos cultivar la vida interior, la oración, el silencio. Como todos somos pecadores, no tendremos paz interior, armonía a no ser que estamos en paz, en armonía con el buen Dios misericordioso, y con los demás. Es interesante subrayar que el silencio, una virtud conectada con la sobriedad, modera nuestro uso de palabras y atempera nuestra aparente inclinación al ruido y a los sonidos fuertes. La virtud del silencio consiste en una especie de balance entre la palabra hablada y el silencio (S. Pinckaers).
La sencillez es una virtud que nos inclina habitualmente a tener unas relaciones humildes y compasivas con los demás, sobre todo con los más necesitados. Palabras punzantes: “Al final del camino, cuando el ser de la persona será desvelado, el juez no nos preguntará: ¿fuiste un hombre o una mujer? ¿Estuviste casado o no? ¿Tuviste hijos o no? Lo que nos pregunte será más universal, más profundo, y al mismo tiempo más sencillo”: Tuve hambre, ¿me diste de comer? Estuve exiliado, desnudo, enfermo, prisionero, ¿me serviste? Cada vez que lo hiciste a uno de mis hermanos menores a mí me lo hiciste (Mt 25, 31-46). “Solamente esta fraternidad universal , que está reflejada en el servicio concreto a los más necesitados, nos manifiesta como signos de Dios en la tierra” (Xavier Pikaza).
La sencillez, además, nos ayuda a tener una relación respetuosa y responsable con la creación de Dios. Nos da fuerza para estar despegados de las cosas materiales, para valorarlas como bienes útiles, y para ser responsables ecológicamente. José Múgica, expresidente de Uruguay nos dice: “La sobriedad es un lujo, para poder ser libres. La libertad es lo que da sabor a la vida. Debemos aprender a vivir con lo que es necesario, y no hago una apología de la pobreza”.
La sencillez o la sobriedad es la virtud que nos dispone firmemente a no ser consumidores compulsivos. Nos ayuda a no caer en la tentación de consumir sin límites. El consumismo se centra en tener y no en ser más. La felicidad consiste no en tener más sino en necesitar menos (San Agustín), y en compartir algo con los necesitados. El consumismo alienta el deseo de bienes materiales mientras insensibiliza las virtudes de la compasión y la solidaridad con los pobres. La sencillez nos inclina a deshacernos de las cosas materiales que no necesitamos, y otros necesitan. Esta virtud condena el consumismo y el despilfarro, y la cultura de tirar a la basura. Contra la cultura del consumismo, el Papa Francisco propone una cultura de la sencillez y del cuidado (LS 84, 231). La sobriedad dice no al consumismo extremo, compulsivo, obsesivo, a un consumismo que es autodestructivo e insolidario.
NUESTRA RESPUESTA
La Parábola del Juicio Final (cf. Mt 25:31-46) llama frecuentemente a la puerta de mi corazón, y cuestiona mi estilo de vida, y me recuerda mi obligación de vivir un estilo de vida sencillo y de compartir algo con los pobres y necesitados. Esta obligación se extiende a todos los discípulos de Jesús; de modo singular, a quienes hemos hecho el voto de pobreza.
Todos los cristianos deben ser pobres de espíritu, que es condición del discipulado de Jesús (cf. John Paul II, VS 18). La pobreza de espíritu implica -al menos- tres cosas: desapego de las cosas materiales, un estilo de vida sencillo, y solidaridad con los pobres. Incluye la gracia de reconocer a Jesús en el pobre, el enfermo, y en “los caídos” en las autopistas de la injusticia, la violencia y el odio.
Recuerdo aquí la conocida historia de la piedra preciosa. Un día un monje itinerante encontró una piedra preciosa y la puso en su bolso. Otro día, se encontró con un caminante, que al ver la piedra le pidió que se la diera. El monje se la dio. El viajero continuó su comino muy contento y feliz. Unos días después, el caminante se percató de que no era feliz: cada día deseaba tener más y más. Se fue de vuelta al monje, le devolvió la piedra preciosa, y le pidió, por favor deme algo mucho más valioso: lo que le permitió darme su piedra preciosa. El caminante pedía al monje el regalo de un estilo de vida desapegada, sencillo, sobrio y veteado de amor universal.
Las virtudes están conectadas unas con otras, y todas, para ser virtudes auténticas, permeadas de amor o caridad, que es la primera y la “forma” de las virtudes, y que da vida a todas las virtudes. Para el cristiano, la caridad es la virtud que proporciona una visión nueva -la visión del corazón- a todas las virtudes. El amor, por el camino de la fraternidad y la solidaridad, perfecciona la sencillez y la generosidad. El Papa Benedicto XVI nos dice que el programa de vida del cristiano, que es el programa de Jesús, es el programa del Buen Samaritano, el programa de un corazón que ve cuándo el amor es necesario y actúa apropiadamente” (DCE 31).
El sabio ora: [Oh Dios], “Aleja de mí falsedad y mentira; no me des riqueza ni pobreza; concédeme solo el pan necesario; no sea que me sacie y renuncie de ti” (Prov 30, 8-9). La sencillez con amor, nos urge a vivir con sencillez para que otros puedan sencillamente vivir (Obispos de Canadá).